Machu Picchu es, desde luego, el centro turístico más importante del Perú. Turista que pisa las tierras del Valle Sagrado, hace lo propio con esta montaña que supo albergar a lo más cremoso de la crema incaica hace más de 500 años. Sí, la "High Society" precolombina, la “realeza” y su séquito allí vivían, rodeados de esas -a veces- tenebrosas montañas y atravesados por furiosos ríos. Dicen que a partir del año que viene, Choquequirao se convertirá en lo que hoy es Machu Picchu (la explotación turística a destajo y en dólares y sin que importe mucho nada realmente de la civilización Incaica).
Nosotros nos salteamos tooooda esa parte. Desde las explicaciones de qué era cada lugar dentro de esa inmensa ciudadela, hasta los tikets de tren en billetes verdes que rezan "in god we trust" o la entrada misma que vale, según ellos, esos que controlan el desaparecido mundo Inca, más de cien soles. Así que nos mandamos caminando desde un pueblo cercano a Ollantaytambo, llamado “Kilómetro 82” en clara alusión a su ubicación respecto a la ciudad del Cusco, hasta el kilómetro 110: “Aguas Calientes”; pequeño poblado de corte netamente comercial ubicado a los pies y construido a partir del descubrimiento del Machu Picchu. Serán casi unos 60 kilómetros ida y vuelta que optamos por hacerlo a pie, antes de abonar amablemente los 35 dólares que cuesta un tren de capitales ingleses o chilenos, mas no peruanos. Así somos, así estamos y allí fuimos. De todas formas, caminar al costado de las vías de ese tren, al lado y por sobre el río Urubamba, fue más que gratificante. Claro, en todo ese trayecto no sólo hay ruinas incas, sino que la naturaleza que a uno lo rodea parece ir transformándose en cada paso que dado y bueno, las sensaciones son trilladamente inexplicables.
Caminando nos hicimos camino, caminantes, y así llegamos a Aguas Calientes. No fue muy divertido estar allí, o sí, quizá el trance de una especie de preparación para subir, al otro día aunque por la noche, a la ciudadela precolombina. Subimos, claro, y lo hicimos de noche, en la oscuridad a la que te empujan los entes oficiales y sus elevadísimos precios.
Llovió, y nadie nos vio. Éramos los primeros, los únicos que esa noche entraban de noche y comenzaban la escalada. Conocíamos, o nos hicieron conocer, un camino alternativo y, sí, la energía, como dicen, también nos guiaba. Y también nos equivocamos de camino, porque eso no podía no pasar, y volvimos varias veces sobre nuestros pasos. También nos cansamos y nos embarramos en la subida. Estuvimos cerca de lastimarnos y de caernos hacia algún lugar en la oscuridad selvática de esa montaña. Una linterna y la luna casi llena que nos acompañaron.
Y así llegamos: mojados, con frío, sucios y cansados. Pero ahí estaba esa ciudad vacía, terminando de renovar las energías que le consumieron el día anterior. Diana y Coqui (nuestro acompañante y, de alguna manera, nuestro empuje hacia esa aventura) intentaron dormir. Yo no podría siquiera pensar en eso. Estaba amaneciendo y debíamos permanecer escondidos hasta que aparezcan los primeros gringos y podamos escabullirnos y mezclarnos entre ellos como si parte de ellos fuéramos… Así lo hicimos y allí nos quedamos todo el día, hasta que el sol comenzó su descenso (hay unas fotos, el cielo nublado, el sol despidiéndose con sus últimos rallos hacia la ciudad inca) ya al atardecer y emprendimos la vuelta, también caminando y bajo la insistente lluvia. Lo demás, son imágenes. Aquí, algunos recuerdos bien guardados hacia adentro.
Esperamos que gusten las imágenes...