Pero tanto nos hablaron de este país… tanto. Que Colombia es eso gigante ahí arriba que tiene Pacíficos y Atlánticos, que tiene Caribes y que tiene Guajiras; que "el dedo no sale"; que los buses son costosos; que es caro tanto permanecer como moverse de un lado al otro. Y más nos hablaban y más Llegamos sin haber llegado hasta que lo hicimos y fuimos bastante bien recibidos por los agentes del siempre denso departamento de Migraciones: pero en la frontera nos dieron 90 días para estar en el país y menos mal porque es grande y porque, oh sí, hay lugares que hay que disfrutarlos estándose quietos, o algo así. Digo, eso de quedarse un tiempo en cada lugar que nos guste, así no sólo se conoce un paisaje, sino también a quienes lo dibujan con su presencia día a día: la gente del lugar. Y hay algo, eso nuevo de los lugares viejos y tan nuevos ahí, en los pies ahora que aquí las cosas… vuelven a cambiar.
Una primera impresión de lo que es, por ejemplo, Popayán, me dejó con un gustito a "ahhh, Argentina", algo en el aire que no sabemos bien todavía qué es, nos hace pensar en que Argentina y Colombia están más cerca de lo que pueden estar, de ellos, por ejemplo, países como Bolivia, Perú o Ecuador. Así estas cosas, y salvando las interminables diferencias con el país y con la provincia y, en particularísimo, con la ciudad en la que nací, y dejando de lado tooooooodas las subjetividades y mi contradictorio punto de vista que, por suerte, va cambiando a cada segundo que pasa, está claro que Argentina y Colombia están más occidentalizados que los demás países andinos, a excepción del Chile tradicionalmente conservador y derechoso. Más occidentalizados, digo, y me sueno raro. Digo que pareciera que países como Colombia o Argentina, han tenido una relación más amorosa con el viejo continente (Europa), más romántica y de seducción constante. Sin embargo, la sensación que da el haber atravesado esa columna geográfica que integran Bolivia, Perú y Ecuador, es que fueron territorios forcejeados, violados violentamente (y que bien valga esa redundancia), por los conquistadores. Yo no les voy a recomendar Las Venas Abiertas de América Latina, no. Es un libro pesado para viajar y grande, incómodo. Dentro de él, hay valiosísimos datos pero, así y todo, dejemos ese libro en la biblioteca casera, y consultémoslo cuando nos venga una duda, cuando necesitemos un por qué que no encontremos sino en la boca de algún campesino desplazado, de algún otavaleño con gorra NY, y así. Conclusión: en Argentina vemos indios argentinos discriminados por "blancos" argentinos. En Colombia familias enteras colombianas desplazadas por enteros ejércitos colombianos, oficiales o no, salgan en los diarios o no. Y en Argentina también vemos desplazamiento y en Colombia también vemos discriminación, quiero decir, claro, ¿no?
Ahora nos encontramos en la finca de Doña Berta y Don Fidel, en San Agustín, en el Valle del Huila. Llegar aquí nos costó un par de días y mucha paciencia. Tenían sólo un poco de razón los hablantes: el dedo no "sale" como en Ecuador, aunque si uno insiste, a algún lado lo acercan y así fue que viajamos la mitad del camino en la parte de atrás de un camión que llevaba abono y algunas papas sueltas. Lo bueno de viajar a dedo no es sólo que uno no paga pasajes (también tenían razón los hablantes en que aquí son muy, demasiado, excesiva y elevadamente costosos), sino que en la caja de una camioneta o en el acoplado de un camión, se abren la posibilidades de respirar el aire puro de los campos (no el aire artificialmente perfumado de los colectivos), de ver paisajes que desde la fría ventana de un bus se pierden entre polarizados y cortinas.
Berta y Fidel son dos abuelitos macanudísimos y muy trabajadores. Ambos arriendan habitaciones fuera del pueblo de San Agustín. Ellos tienen su finquita en el valle mismo, en el campo y por supuesto que están (estamos) rodeados de naranjos, yuca, plátanos, alverjas, mandarinas, guayabas, piñas, perros, gallinas, cerdos, vacas (¡vacas! 1UP), etc. De todas formas, estamos a media hora del pueblo si uno va de a pie, aunque obviamente es muy raro que alguien tenga ganas, realmente, de bajar al pueblo, estando en un lugar así. En fin, cuando llegamos a San Agustín nos encontramos con Lucas, con quien subimos a lo de Berta. En lo de Berta ya estaban Tito y Matilde (un barcelonés y una parisina que conocimos en Quito); María (una argentina que tira las cartas maembo y que ya conocía a Diana de Otavalo); y Moisés y Ulem (un madrileño y su perra vilcabambeña, amigos de Paola y Susana, que habían pasado por Mompiche).
Nuestra habitación tiene tres ventanas y una de ellas se orienta hacia este valle tan cargado de verdes. Por la mañana, los pajaritos multisonantes y variopintos, un fuego cercano, el mate a mano y la música al pie de la letra, claro. Aquí entonces conscientes de este fin de ciclo desde el Mago, el Águila, el Guerrero, la Tierra y hasta el Espejo, donde hasta celebraciones hubo. Me parece que le pedimos a Berta que encienda el horno de barro y esta nochebuena lenta salgan unas pizzas a la Papanoel o algo así. Mucho pensamiento y conexión con lo verde natural, con lo Kiwa.
Entonces será hasta dentro de unos días que, creemos, subimos un poquitito más hacia Cali o Armenia, donde convergeremos con el padre de Diana, que anda de visitas por tierras cafeteras.