Ay mi Venezuela. Ya sos mía, ya te tengo, ya te agrado y ya,
incluso, hasta me agradas tú a mí. Imagínate. Un policía no me va a dejar ir en
paz “sólo porque hablas bonito”, me dijo. Entonces la mochila abierta, los
corotos, las bolsas, las semillas de asaí ahí, en el piso revotando tan
coloridamente. Caracas, tan condenadamente furiosa. ¿Qué te hicieron? ¿por qué
gritas tanto? Es cierto, sangras por todas partes, como el continente entero;
desde la Guajira hasta los hielos fueguinos, desde Los Andes a la Amazonía.
Cuánta tristeza, entre tanta alegría.
Y nosotros acá, bañándonos en tus tripas. Comiendo de tus
frutos y temiendo de tus hijos, tan estúpidos. Si hay que temer algo, pues temamos
de la estupidez humana, esa que es producto de una aún más grande: la estupidez
humana en masa. De una deviene la otra, lo sé por experiencia propia. Y esta
una de convierte en la otra, como esa serpiente que se alimenta de su propia
cola.
Los días en las montañas fueron buenos: nos ayudaron a
respirar conscientes de cada inhalación y cada expiración. Las montañas nos
generan conciencia, ahora.
Los días en la playa fueron de encuentros: ese contacto con
la magia de la creación, esa cercanía a Dios, ese fluir de acontecimientos
aparentemente guionados. La magia de los otros, los marginales, los
desposeídos, los fracasados de la babilonia, las víctimas de la voracidad del
sistema, sus crueles resultados. A veces -y esto no sé de dónde lo saqué, o si sólo
es una imagen mental trillada- la flor más asombrosamente hermosa puede crecer
en medio de pantanos y oscuridades. De pana.
Cree uno que después de caminarla tanto a esta Venezuela, de
haber andado descalzo por la babilónica Caracas; de haber pernoctado en algún
terminal de bus urbano; de haber presenciado la violencia y la locura, el grito
liberador y el ruido destrozador; después de que el frío del páramo calara
huesos y sus lluvias impidieran jornadas laborales; después de patear mil veces
en la playa esa lata anteriormente usada para fumar mierda, puta mierda de
plástico; después de sentirte uno más, ahí, pequeñísimo y sumergido en el
océano de gente que es, por decir, Estación de trasbordo de Plaza Venezuela del
Metro a las seis de la tarde, o las ocho de la mañana, da igual; después de
respirar tanto alquitrán, de sentarte en cómodas y gratuitas butacas en un
teatro lujoso; después de pasar mil ciento tres alcabalas policiales; después
de verme los pies cuando el agua me llega al cuello, de beberme esa agüita de
coco verde, tan sabrosa, tan purificadora; después de entender la mitad de las
frases que te dicen, y así y todo continuar intentándolo, buscando las fuerzas
que me ayuden a entender, imagínate (o imaginate), no sólo eso que te dicen,
sino todo lo demás. Eso, todo lo demás.
Ahora nos vamos. Nos toca. Esperamos haber dejado algo,
alguna impronta, una situación aislada, un recuerdo en la mente o el corazón de
cualquiera de todas las personas que supieron abrírnoslo, aquí, y a manera de cada quien.Somos transformación constante, movimiento infinito, efecto de nuestras propias causas.
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